click on header to go back to articles index

 

¡Ay... los cigarrillos revolucionarios!

Ni siquiera el hábito de fumar —más allá de pernicioso— ha sido algo que el pueblo cubano, tradicional y eminentemente fumador, ha podido hacer a sus anchas en los últimos 50 años. Todo gracias, paradójicamente, al 'hombre del tabacón'.
Fumar es un placer, genial, sensual...
menos es Cuba, donde hacerlo era agónico.

Por PEPE FORTE/Editor de i-Friedegg.com,
y conductor del programa radial semanal AUTOMANIA, y de EL ATICO, diario, por WQBA 1140 AM,
en Miami, Florida, una emisora de Univisión Radio.

Posted on March 25/2011

Share

Recientemente corrió en las noticias que la cuota de cigarrillos racionados de Cuba desaparecería del mercado. Esa nota me dio pie para este artículo.

El pueblo cubano es un pueblo eminentemente fumador. No es por gusto: cuando Colón tornó a Europa en 1492 después de descubrir Cuba, podríamos decir que sus carabelas —que carecían de chimeneas—, ya volvieron echando humo al viejo continente. El navegante vio allí en los indios cubanos al hombre fumar por primera vez. Desde ahí el hábito saltó al otro mundo. De modo que de la industria tabacalera podríamos decir que no sólo es la primera de América, sino que comenzó en Cuba.

El verbo fumar, que significa echar humo, es uno de los pocos que se quedó en su forma castiza original, utilizando la F en la primera sílaba, que en muchas otras palabras castellanas luego fue sustituida por la hueca H, como en el adjetivo hermoso, que lo vemos como fermoso en "El Quijote" de Cervantes. Justamente eso fue lo que dijo el Almirante al pisar Cuba (¡esta es la tierra más fermosa que ojos humanos han visto!). Pero el descubridor no sólo quedó asombrado por la belleza de la playa en Bariai por donde desembarcó, sino que él y sus marineros debieron haber terminado más estupefactos al ver a hombres exhalar humo por la nariz como los míticos dragones, que extrañados los indios de ver a hombres blancos con pechos de hierro y armas de fuego.

El hábito original de humar —o sea fumar— de los indígenas cubanos —y los de la cuenca del Caribe— que se practicaba por inhalación ante una hoguera o directamente por la nariz con un tizón —así le llamó Colón en su diario de navegación al tabaco incandescente—, introducido en uno de los hoyos de ésta, no trascendió a Europa tal cual. De hecho, la primera modalidad de consumo de tabaco fue el rapé, tabaco seco que sobre todo las damas llevaban sujetas a la muñeca en una bolsita de cuero. Se creía que oler el tabaco quitaba la migraña, por eso se le llamó Aroma de la Reina.

El tabaco en todas sus proyecciones cruza diametralmente por la historia de Cuba. Así lo demostró de manera magistral Fernando Ortiz en su obra “El Contrapunteo Cubano del Azúcar y el Tabaco”, en el que paralelamente a la verde hoja, la dulce hija de la caña es definida como otra protagonista crucial de la esencia de La Isla.

Luego, en algún punto, los europeos comenzaron a fumar tabacos —o habanos— como tal, y después apareció el cigarrillo.

Se ha quedado como símbolo de la más auténtica cubanía llevar en el bolsillo superior izquierdo de la guayabera un tabaco —y dos, y hasta tres—.

El hábito de fumar tabacos, puros o habanos, fue en una era casi estrictamente masculino no sólo en Cuba, sino en el mundo entero, a pesar de alguna publicidad que exhortaba al público femenil a hacerlo.

No fue hasta mediados de los 90 que ocurrió un boom de fumar tabacos entre las mujeres, lo que luego también se desinfló bastante.

En cuanto a fumar cigarrillos —en La Isla se les llama popularmente cigarros—, aunque se sabe que la versión abreviada del tabaco envuelto en papel es tan vieja como de los años 1700’s —cigarretes, según el nombre original francés— en Cuba, como en el resto del mundo, su consumo debe ser cosa más generalizada del siglo XX.

En este fragmento del cuadro de Goya titulado "La Cometa", el pintor reflejó un hombre fumando.
A diferencia del puro, los cigarrillos eran fumados en Cuba por igual por hombres que por mujeres. Se vendían allí antes de 1959 lo mismo cigarrillos nacionales que importados. Éstos últimos, mayormente provenían de las cigarreras norteamericanas, que por lo general mercadeaban más cigarrillos de picadura rubia —llamada popularmente en Cuba “suave”— y todos eran identificados de manera globalizadora como los cigarros americanos. Era muy popular, por recordar una marca de éstas del Norte, el Chesterfield.
El Chesterfield era un cigarrillo americano muy popular en Cuba antes de 1959. Después de ese año no se vio uno más en La Isla. En esta propaganda de época se ve a Ronald Reagan anunciándolo, quien era la imagen del producto.

Las grandes, famosas e históricas tabacaleras de cuna que manufacturaban habanos, como Partagás y H. Upmann, hacían también cigarrillos bajo esos mismos nombres.

Los cigarrillos llamados “fuertes” de picadura negra sin duda eran los más populares. Los rubios tenían una clientela femenina más amplia.

Desde el año 1959, cuando Castro llega al poder, la fabricación y consumo de cigarrillos, como toda y cada unas de las esferas de la vida del país, cambió dramáticamente para mal. Probablemente la más genuina y antigua de todas las industrias cubanas fue puesta patas arriba de la noche a la mañana y su hermosa tradición despersonalizada y borrada del mapa socio-emocional ciudadano. De hecho, pudiéramos decir que la industria —y sobre todo el mercado— de los cigarrillos desapareció, si lo comparamos con la actividad semejante en cualquier otro país. Todas las productoras de cigarrillos —y sus casas matrices puramente tabacaleras— fueron "intervenidas" —expropiadas, o sea... robadas— por el estado comunista cubano.

Inicialmente durante los primeros años de la Revolución los marcas originales fueron mantenidas hasta que poco antes de los medio 60’s resultaron eliminadas para dar paso a una serie de nombres nuevos como Populares; Aromas; Dorados; Ligeros; Vegueros…

Sin embargo, el gobierno sí mantuvo los nombres originales como Partagás, Romeo y Julieta, Gener, Trinidad y H.Upmman para los tabacos.

El más popular de todos era precisamente el Populares, de picadura negra o fuerte. Se vendía uno más sofisticado con filtro, llamado justamente Populares con Filtro. En Cuba era al revés del mundo: la mayoría de los cigarrillos cubanos carecían de filtro. De hecho, el filtro no era muy apreciado por los fumadores isleños. A menudo a un fumador que no tenía más remedio que fumarse un Populares con filtro, se le veía arrancándole esa porción al cigarrillo.

Antes de la Revolución, existía una marca de cigarros llamada "El Popular". Tal vez de ahí tomaron el nombre de "Populares" para los cigarrillos revolucionarios.

Existía otro negro, el Vegueros, un poco más fuerte, más largo y acaso ligeramente más ancho. Por su tamaño y figura, se le llamaba vernáculamente “tubo de luz fría”, o sea “bombilla fluorescente”.

Los fumadores cubanos se dividían pues en dos grupos: los que fumaban cigarrillos negros, y los que fumaban cigarrillos rubios. Era muy común escuchar a un fumador preguntarle al otro, “y tú, ¿qué fumas… suave o fuerte?”

Para los años 60 y 70, los cigarrillos suaves eran más de la predilección de las fumadoras.

En aquellos primeros momentos bajo la égida castrista, todavía los cigarrillos cubanos de venta a la población común tenían cierto nivel de calidad. Las “cajetillas” —como se le llamaba comúnmente al paquete—, tenían doble envoltura con el interior de papel de brillo para hermetizar el aroma y parar la humedad. Pero pronto, paulatinamente comenzaron una carrera hacia la decadencia de la calidad que llegó a su cúspide ya para los años 80. El cigarrillo cubano —qué pena— ni siquiera se quedó congelado en el tiempo, sino que no solo no evolucionó, sino que involucionó.

Además, fue racionado…

Nótese en estas dos versiones de la cartilla de racionamiento, las casillas correspondientes la cuota mensual para Cigarros Fuertes, Cigarros Suaves, Tabaco y Fósforos.

Cuba ha sido el único país del mundo donde algo tan lucrativo como el vicio en cualquiera de sus manifestaciones, o bien fue cancelado o racionado. Esto subraya la naturaleza totalitaria, controladora, restrictiva, castigadora del comunismo, que ve en la disipación una amenaza y por tanto desconfía de ella y, en consecuencia, la suprime o la restringe. Los thinking tanks de Castro deben haber llegado a la conclusión que un angustiado fumador de cigarrillos carente de éstos, pondrá sus ansias en hallar la vital dosis de nicotina antes que preferir conspirar.

No recordamos exactamente las cuotas de cigarrillos, pero una cosa sí es bien cierta: estaban muy por debajo de lo que un fumador normal consume diariamente, esto es mucho, mucho menos que un paquete diario.

La demencial —y fallida— campaña de Los 10 Millones de Toneladas de Azúcar concebida por Castro, dejó en una profunda crisis económica al país, e inmersa en las carencias más agudas, a las que no escaparon los cigarrillos.

Y la primera gran crisis llegó a la cima en 1970.

El año 1970 fue la cúspide de la crisis económica cubana a nivel estatal y ciudadano. En un sistema económicamente disparatado como aquél, las arcas del gobierno se encontraban en un tan lastimoso estado como las oportunidades de consumo de la gente. Era la punta del iceberg del primer decenio de la revolución que a lo largo de ese tiempo se esmeró en destruir toda forma de progreso económico. Y, como puntillazo final, el país había quedado arrasado por la demencial —y fallida—campaña personal de Fidel Castro de producir 10 millones de toneladas de azúcar. 1970 fue uno de los años más lúgubres del medioevo castrista. La llamada "economía socialista", que impide la generación de riquezas a través de la actividad privada, como la serpiente que se muerde su cola, encarnaba un círculo vicioso perfecto en tanto que lastre para toda posibilidad de despegue de la debacle. De hecho, no había consumo. Y en ese panorama de escasez, los cigarrillos protagonizaron una de las más grandes crisis de abastecimiento. Las cuotas semanales de la cartilla de racionamiento —conocidos comúnmente como cigarros 'de la bodega'— se habían vuelto más magras y espaciadas. Fue en esa época que proliferaron las maquinillas caseras para liar cigarrillos.

Según la inventiva de cada quién, estas “maquinitas de cigarros” eran más o menos elaboradas. Un vecino hizo una a mi abuela, quien fue hasta los últimos días de su vida una empedernida fumadora, como popularmente se definía a los más incorregibles consumidores de nicotina.

La de mi abuela era el modelo más simple, que requería más manipulación. Consistía en un cajuela en dos secciones sobre la que se asentaba una banda de nylon —podía ser también de cualquier género textil—. Tanto el ancho de la cajuela como el de la citada banda representaban el largo del cigarrillo. La picadura del cigarrillo se almacenaba en una de las dos secciones de la cajuela, sobre la cual también se hallaba una abrazadera con perfil de U en la que se colocaba al volumen de tripa del cigarrillo y el papel que lo envolvería, previamente cortado. El cigarrillo se liaba enrollando el nylon con el auxilio de un pequeño rodillo de manera —en el caso de la maquinilla de mi abuela se trataba de una contribución mía: uno de los palos de mi carreta de juguete.

Otras maquinillas contaban con un rudimentario balancín articulado.

Era divertido. A mí me encantaba hacerle los cigarrillos a mi abuela. Pero vi en la barriada otras maquinillas admirables, muy elaboradas, tipo guillotina que hasta cortaban el papel a la medida y que en un solo golpe semejante al de las duplicadoras manuales de las tarjetas de crédito de hoy terminaban un cigarrillo. Otro vecino, ingeniero, creó una con partes del juego tipo Erector de barras perforadas de su hijo y animada por pilas, pero nunca pudo echarla a andar porque jamás consiguió una batería.

A veces se conseguía en el mercado negro el papel cigarro u otro semejante. Pero cuando no, con la creciente propaganda atea del estado, mucha gente comenzó a hacer los cigarrillos con papel de Biblia —muy apreciado por su breve grosor—, y también el de la revista Carta de España, impresa en uno semejante. Los cubanos bromistas decían que fumar un cigarrillo envuelto en uno o en otro papel, proveía al fumador de una gran fe, o lo españollizaba. Por primera vez en la historia el homo sapiens sapiens, fumó literatura en vez de leerla...

¿Y la picadura?

Un lector que no sea cubano pensará en comprarla en una tienda habilitada al efecto. No. No existía ya tal cosa. Las cigarrerías desaparecieron casi en el mismo 1959, lo mismo que otras tiendas minoristas de diversa índole. Los fumadores de pipa comenzaron a sufrir inmediatamente tras la llegada de la Revolución. Recuerdo nítidamente un día de 1960 cuando sin ser todavía un escolar recorrí La Habana entera junto a mi madre para conseguir picadura de tabaco para mi padre, que fumaba pipa. Llegamos a casa como a las 10 de la noche con las manos vacías...

La picadura con que se hacían los cigarrillos caseros en Cuba en 1970 se adelantaron a la tan hoy en boga acción del reciclaje: era picadura de las colillas, o sea, el cadáver del cigarrillo.

El fumador atesoraba las colillas —las propias y las ajenas de ser posible, lo cual resultaba su más dorada quimera—. En una operación que era cualquier cosa menos perfumada, el fumador desmenuzaba con sus dedos las colillas una a una para acumular picadura para el cigarrillo de "segunda boca". Era un cigarrillo —parodiando un disclaimer de las películas que se ponían en los cines cubanos del momento— reconstruido con partes de uso.

La recolección de colillas tenía visos de obsesión. Eran frecuentes en los hogares las severas increpaciones del afectado a la esposa diligente o la suegra dedicada que en un rapto de pulcritud tiraban a la basura el cenicero repleto. “¡Me botaron las colillas!”, se escuchaba exclamar horrorizado a un fumador desprovisto de sus sobras.

Este repugnante "yacimiento" de colillas, pesadilla de un no fumador, habría resultado el sueño dorado del fumador cubano de 1970... y luego también de 1990.

Y las colillas desparecieron de la vida pública. Los fumadores mas angustiados procuraron una caña cual bastones aunque sin mango, con un clavo o cualquier protuberancia punzante en el extremo inferior para ensartar colillas en la calle sin tener que inclinarse. Le llamaban pincho pa’ las colillas. La pesca callejera de colillas sin embargo tuvo, paradójicamente, un lado positivo: hizo más limpia la ciudad. Otra evocación del asunto: no olvido una tarde de 1970 cuando a la sazón tendría 12 años, comentar con mis padres un domingo en la parada de autobús de la ruta 27 ante el Muelle de Caballería al pie de la bahía de La Habana, cuán limpio de colillas estaba el borde de la acera. Dedicados fumadores armados de su bendito bichero pincharon todo remanente de cigarrillos.

Mientras más larga era la colilla hallada, más alegría producía...

Cual una aspiradora humana, los fumadores levantaban cuanta colilla encontraban a su paso. Hallar un cenicero con alguna en un bar o restaurante —en esa época se fumaba en tales recintos— representaba un hallazgo tan feliz como el tesoro escondido para el pirata o La Fuente de La Juventud para Ponce de León. Sin el menor escrúpulo, un fumador cualquiera se metía en el bolsillo y se llevaba a casa una colilla ajena abandonada en un cenicero público.

Estos cigarrillos made at home eran llamados tupamaros, una alusión hasta hoy inexplicada a los integrantes del movimiento guerrillero Tupac Amaru, que el gobierno de Castro respaldaba.

Naturalmente, la escasez generó como siempre sus más oscuras manifestaciones. Una, el contrabando, de hecho casi inexistente porque en realidad no había fuentes ni material suficiente desde donde ejercerlo. Pero ahí fue, con su consiguiente precio estratosférico. En aquella época, una cajetilla de cigarrillos podía costar hasta 5 pesos cubanos, y una rueda —lo que en Estados Unidos llamaríamos cartón—, hasta 50.

La segunda cosa que generó la escasez fue el paquete de cigarrillos como ficha de cambio —la lata de leche condensada y los jabones también tuvieron ese rol—. Una cajetilla de cigarrillos podía ser obtenida en trueque contra un item de cualquier otra naturaleza, como comida o géneros de higiene personal. Una cajetilla de cigarrilos podría ser el pago a un servicio y, por supuesto, se convirtió también en arma de soborno.

En las prisiones, para acceder a una cajetilla de cigarrillos, los reos eran capaces de toda bizarría imaginable.

En agosto de 1972 los fumadores volvieron a respirar esperanzados: el gobierno anuncio la venta ¡por primera vez! de cigarrillos “por la libre”, es decir sin estar sujetos a la estricta cuota semanal, desde su severa regulación a principios de la Revolución. Fue una de las primeras movidas de lo que luego el gobierno perfeccionó y llamó mercado paralelo: la venta sin restricciones, a distinto precio del subsidiado por el estado. Las cajetilla de cigarrillos “liberados” costaría $1.60, un incremento de más del 30% por sobre el precio de 15 centavos del paquete por la libreta.

El precio era alto para una población asalariada por el estado cuyo sueldo promedio mensual era de $120.00. Aunque fumadores compulsivos consumirían más de una cajetilla al día, en el average de una diaria, un fumador invertiría $48.00 pesos mensualmente en fumar, casi la tercera parte de lo que ganaba.

En realidad el precio de $1.60 era el emblemático porque correspondía a los cigarros fuertes, el sabor predilecto de la mayoría de los fumadores cubanos, o esa el cigarrillo con picadura negra, como ya hemos dicho. Pero era un precio en el centro. Los llamados cigarros suaves —de picadura rubia, como el Aroma, el Dorado… — costaban decenas de centavos menos, $1.40, $1.20… En la cúspide estaban los cigarrillos Vegueros, también fuertes, que alcanzaban los $2.00 ó $2.40, porque aparte de que eran de picadura negra, eran más grandes como ya dijimos arriba.

Con tal de diferenciar los cigarrillos 'normados' de los 'liberados' la solución fue el cambio de color. Los cigarrillos Populares de la cuota permanecieron con la cajetilla rosada, mientras que a los otros se les aplicó azul (ver foto inmediatamente debajo).

El resto permaneció lo mismo. Sin embargo, un detalle ha quedado olvidado en este hito de la historia de los cigarrillos cubanos: las cajetillas trajeron desde entonces 20 cigarrillos en vez de 16 como toda la vida fue.

Este panorama se estabilizó y todavía para mediados de los años 80 permanecía así.

En 1981, las cajetillas de cigarrillos por la libre fueron rediseñadas. La cajetilla de Populares “normada” —es decir, “por la libreta”, o racionada que es como sería correcto definirla— siguió llamándose así, pero la de “por la libre” acortó su nombre a Popular, que en definitiva es como la mayoría de la gente le llamaba (“dame un Popular ahí, mi socio…”).

El hecho también se manifestó en las otras marcas. La mayoría de los cigarrillos cubanos llevaban nombre en plural (Populares; Aromas; Dorados, Ligeros, Vegueros...), y ahora casi todos pasaron al singular con Popular; Aroma; Dorado, Ligero, Veguero...

Pero para los años 80 los cigarrillos cubanos habían mermado penosamente su calidad. Además de que los cigarrillos revolucionarios carecían de mentol u otros sabores —eran totalmente plain—, la “tripa”, es decir, la picadura, se había vuelto pura piltrafa nicotínica. No quemaba bien, venía llena de palos, sabía mal y olía peor. Posiblemente era la picadura de descarte con la que por entonces se rellenaban los cigarrillos cubanos. La razón era que el descuido, la ineficiencia y la chapucería estalinista también habían llegado a la industria tabacalera cubana, y desde la mismísima hoja de tabaco, ya raquítica por mal atendida, y luego todo el proceso de cosecha, escogida, transporte y hasta la elaboración final, todo se empobreció tanto que parió un hijo anémico y deforme. Los fumadores sufrían terriblemente porque los cigarrillos se pagaban constantemente. Luego vino algo más insospechado: la inconsistencia de la picadura dentro del envoltorio de papel. El relleno de picadura tenía “lagunas” o vacíos que hacían que el cigarrillo quemara disparejo o que se quemara muy rápido y, en el peor de los casos si uno ponía el cigarrillo verticalmente, la picadura podía derramarse toda al piso dejando al fumador desconcertado, con un cilindro de papel vacío entre los dedos.

El paquete a la izquierda, de a principios de los 80, tenía color. A finales de esa década... nada, como si le hubiese pegado un rayo, cual se observa en la cajetilla a la derecha.

El papel también tenía mal sabor, quemaba disparejo y a veces ni quemaba. Y la cajetilla con envoltorio de aluminio era cosa del recuerdo, de modo que los cigarrillos empaquetados en una sola cubierta de papel —de pésima calidad por demás hay que decir—, cuando llegaba al fumador ya había perdido todo su aroma, se había humedecido y hasta tenía bichos que taladraban su cuerpo, haciéndolo tan infumable como una flauta muda.

En estas dos cajetillas de Aromas, se observa la oxidación del mal papel empleado en el envoltorio. Era un papel de pésima calidad, poroso, que abandonaba a los cigarrillos a expensas de la humedad y dejaba escapar su aroma para una ulterior insipidez.

Y el gobierno hacía trampa: comenzaron a acortar el largo de los cigarrillos sutilmente. Dos milímetros este mes, dos milímetros más el mes que viene.

Los fumadores más entretenidos sólo se daban cuenta que los cigarrillos duraban menos, pero no se habían percatado del engaño, que en la fábrica los acortaban. Un amigo mío me dijo un día, "oye, yo creo que estoy fumando más rápido, porque los cigarrillos los consumo más pronto".

Mientras, el consumidor seguía pagando el precio de siempre, lo cual es sinónimo de inflación, porque estaba pagando más por menos.

Hasta que los fumadores observadores tuvieron la prueba: la cajetilla de cigarrillos Popular rediseñada en 1981 contemplaba el nombre de la marca en letras negras con una franja azul encima de ésta y otra debajo, muy próxima a la parte superior y a la inferior de la cajetilla. Como al acortar la medida del cigarrillo sin embargo en la imprenta seguían imprimiendo la cajetilla con las dimensiones originales, la franja azul inferior denunció el engaño al comenzar a desaparecer en el doblez en el fondo de ésta. Como una camisa que comienza a quedarle grande a un gordo que bajó de peso y de pronto descubre que el bolsillo del pecho le ha llegado al ombligo...

En este paquete de Populares se advierte perfectamente el engaño del gobierno de acortar el largo de los cigarrillos. Sin embargo, el precio lo mantuvieron igual.

En el afán de maximizar el placer en los cigarrillos que tenían filtro, los fumadores casi se fumaban éste, y en los carentes de filtro asían el cabito o el último tercio del cigarrillo con una fina presilla de cabello para fumárselo casi hasta el fin.

Finalmente, durante la profunda crisis económica cubana que comenzó a finales de los 80, llamada por el gobierno “Período Especial”, el panorama de desolación nicotínica de 1970 revisitó como la pesadilla que vuelve al fumador cubano, sólo que esta vez mucho más agudamente. Retornaron la maquinillas caseras de liar cigarrillos, pero ahora éstos eran envueltos en el perjudicial papel del periódico Granma a falta de uno semejante al del cigarro —las biblias se extinguieron—, con lo que el fumador además de la noticia, se fumaba la tinta soviética. También floreció la idea de las colillas empatadas o pegadas con goma de carpintero (Elmer’s Glue) que, además de muy dañina al inhalarla en combustión, por adición ponía a los fumadores high.

La escasez era definitivamente desesperante en un momento de tantas penurias, decoradas sobre todo por los asfixiantes apagones, además del hambre rampante. La Habana y el resto de las ciudades de Cuba en 1991 parecían apenas islotes de asfalto con cuevas de concreto —las casas a oscuras y despintadas— donde habitaba la gente. Los cines y los restaurantes cerraron sus puertas. Era como un estado de sitio sin guerra. Y en esa circunstancia agobiante un cigarrillo hacía la gran diferencia, pero ni eso.

Quizás como una respuesta o compensación al tan mal vivir de los cubanos desde que Castro se hizo del poder, los cubanos para consolarse se abrazaron más y más a su histórico hábito de fumar, a pesar de la propaganda oficial que lo sentenciaba como pernicioso. Y a este panorama de los 90 se sumaba una agravante, obviada por los sociólogos e historiadores: cuando el Ministerio de Comercio Interior (MinCIn) estableció las cuotas racionadas de cigarrillos y puso un límite de mayoría de edad para el expendio de cigarrillos, se hizo hasta los consumidores que en ese momento tenían 14 años (los que habían nacido en 1956). En 1991, en pleno período especial, los fumadores nacidos en y después de 1957, que no tenían acceso a la cuota 'de la libreta', tenían mas de 30 años y constituían ya una generación fumadora adulta cuya única alternativa era comprarlos “en la calle”, y ahora no podía hacerlo. Esto quiere decir que había más gente desesperada en pos de un cigarrillo que en 1970.

Una cajetilla de cigarrillos ascendió al precio de 20 ó 30 pesos en el mercado negro… sólo que a diferencia del universo de contrabando en el mundo, ni siquiera éste era capaz de garantizarla a quien podía pagarla al pelo.

Acaso temiendo un estallido social, el gobierno hizo posible estabilizar malamente la producción de cigarrillos. Castro, personalmente, ordenó que las cajetillas por la libre se vendieran a 8 pesos cada una, un precio por encima de lo que el retiro de los jubilados y de personas de la tercera edad posibilitaba, y cuyo único aliciente probablemente era fumar.

De entonces a acá le he perdido el rastro a la historia, pero ésta, hasta este punto que refiero, es suficiente para demostrar el agónico vivir del cubano de La Isla por más de medio siglo. Fumar, y los cigarrillos, no escaparon al argumento de una tragedia en escena de más de 50 años. Si Sara Montiel hubiese vivido en Cuba en esa era, habría tenido que cambiarle el título y la letra al cuplé —¿o tango?— “Fumando Espero”, porque allí ni fumar en paz se ha podido…

Y no acaba de morirse, ¡carajo!, "el hombre del tabacón", después que se fumó todos los que le dio la gana…
Comente este artículo en: info@ifriedegg.com