En una antología de escritores norteamericanos
que hace años consulté, a Erskine
Caldwell le tocó opinar de Mark Twain.
Y el autor de Tobacco Road y God’s Liitle
Acre comenzó su semblanza sobre el de
Tom Sawyer y Huckleberry Finn de esta manera:
"No he leído ni un solo libro de
Mark Twain; por eso voy a escribir de su obra".
No he leído —ni lo haré—
el libro de Bill Clinton My Life, y por eso,
como Caldwell hizo con Twain, voy a escribir
de su obra, ahora que recientemente el Súper
Ex estuvo en Miami presentando su autobiografía,
que es un best-seller, mas no a costa mía.
Creo que ya es evidente en apenas un par de
párrafos que Clinton no me gusta, aunque
admito que el tipo debió haberme caído
bien. El prez era carismático, joven,
y hasta logró imponer a contrapelo su
canas en un país cuyos ciudadanos se
gastan cientos de dólares al año
en tintes. Por si fuera poco, era rockero. Disfruté
ver a Fleetwood Mac, una de mis bandas de rock
favorita, interpretando la canción Don't
Stop en su inauguración, máxime
que cuando era joven, yo estaba enamorado de
su bella cantante Stevie Nicks. Para rematar,
lo adornaba Hillary, por lo que el Comandante
en Jeque de la Isla del Desencanto, viejo verde
como su propio traje, dijo que, "su mujer
es muy bonita". También, le agradezco
a Clinton el intento, a pesar de fallido, de
reformar el sistema de salud de la nación.
Pero hasta ahí llego. Y no es porque
sople tan mal el saxofón, pretendiendo
encarnar a ultranza una versión finisecular
de viento de Padereski. No. Son otras cosas.
Clinton fue el mashed potatoes president, porque
tan suave como un puré de papa corrió
su presidencia. A cualquier presidente norteamericano
le habría ido igual de fácil en
el período en que él lo fue. Obtiene
como legado una economía en despegue
aunque algunos crean que la bonanza se debió
a él solito, precisamente los mismos
que ahora ignoran que la crisis actual comenzó
ya en el último trimestre de su mandato.
Pero lo muelle de su administración está
en que Clinton fue el primer presidente de Estados
Unidos en medio siglo que heredó una
Casa Blanca sin Guerra Fría. Sin Unión
Soviética, en un mundo unipolar con Norteamérica
de líder, ya no había que estar
correteando por tener más cohetes atómicos
que el otro. Tal vez la ausencia de ese stress
explica su abulia y que, como aquel rey aburrido
antes que inventaran el ajedrez, a Clinton,
para matar el tedio, le diera por meter habanos
en sitios insospechados (dicen que el tabaco
era Cohíba, lo cual demuestra que la
mano de Castro llega hasta los lugares más
oscuros).
El presidente más explosivo de la historia
de América inaugura su gestión
con un bombazo (marzo del 93, World Trade Center)
y la cierra con otro, el atentado al crucero
de la marina USS Cole en octubre del 2000 en
Yemén. Y en el medio, la bomba de Oklahoma,
la de las Olimpíadas de Atlanta, las
de las embajadas americanas en Kenia y Tanzania,
y el vuelo 800 de TWA. ¿Y él?,
tranquilo Bobby, tranquilo...
¿Qué se hicieron los testimonios
de las trayectorias luminosas que colisionaron
con el Boeing-747 del vuelo 800? Bien, gracias.
Los restos del avión fueron sacados casi
totalmente del fondo del mar y hasta hoy, en
que por una simple uña un forense termina
revelando la talla de zapato de su dueño,
las causas de la caída del aparato permanecen
en el misterio. En cuanto a Oklahoma, siempre
pensé que a la administración
le resultaría más cómodo
decir que se trató de un ataque de terrorismo
doméstico que exterior (cualquier similitud
con el 3/11 de Madrid no es pura coincidencia),
porque de lo contario, Clinton habría
tenido que colgarse al cinto las cartucheras
de Billy The Kid. Pero como el eterno teenager de la Oficina Oval no estaba para deberes, entonces
toda su atención se la dedicó
no a su ombligo, sino a un sitio más
divertido y un poco más abajo: su propia
bragueta.
A todo este proceder irresponsable se suma tolerarle
a Castro una nueva cucharada de éxodo
marítimo —léase “Balseros
‘94 o Mariel Part II”—, el
derribo de las avionetas de Los Hermanos al Rescate, y más
tarde complacerlo con el Elián affaire.
No se engañe nadie. La solución
del caso del niño náufrago tal
cual ocurrió, fue una decisión
personal de Clinton. Ilógica por demás,
porque si él perdió la reelección
como gobernador de Arkansas en 1980 por los
marielitos en Fort Chaffee, su venganza no debió
aplicarla contra los cubanos de Miami, sino
contra quien lanzó malintencionadamente
aquel éxodo, y él sabe quién
es.
Con Elián, si Clinton lo hubiese deseado,
cuando menos habría ignorado la pataleta
del barbudo oportunista. Pero no: le devolvió
la chambelona y, matando dos pájaros
de un tiro, pisoteó al exilio. Qué
triste: después que por más de
40 años limáramos inefables las
naturales diferencias culturales entre cubanos
y norteamericanos y lográramos la convivencia,
gracias a cómo manejó el asunto
Clinton resucitó el racismo y la xenofobia,
y desenmascaró una falsa tolerancia hasta
entonces oculta bajo el manto de la hipocresía.
Con dolor y frustración vi incluso a
parte de la comunidad afroamericana de Miami
cobijarse bajo la bandera confederada en las
esquinas de ciudad para repudiar nuestro reclamo
y, con más pesar aún, también
a algunos hermanos latinomericanos nuestros.
Y eso jamás, jamás, se lo perdonaré
a William Jefferson Clinton...
Pero regresemos al libro de Guillermito que,
¡oh!, ya me olvidaba. No lo leo no porque
no me guste su autor. Yo, no funciono así.
Tampoco me gusta Hitler y he leído Mein
Kampf. Y hay otros casos, como Carlos Marx,
que si no he hojeado siquiera El Capital es
porque no quiero romperle el récord a
las únicas personas que se lo han disparado:
los correctores de prueba. Pero con Clinton,
si no leo sus memorias, es porque para mentiras
más me divierten las inocentes que Carlo
Collodi imaginó para Pinocho. Y ése
es el punto. Algunos amigos míos que
ya terminaron su lectura y que ahora pretenden
deshacerse del libro regalándomelo, concuerdan
con la mayoría de reviews que he consultado
en la Internet: que Clinton es un mentiroso
incorregible. Que el libro todo lleva la pátina
de su célebre frase I did not have sexual
relations with that woman, y que los casos de
Mónica Lewinsky y Elián González
como él los describe en su santificado
mamotreto de mil y una páginas, son un
cóctel de falsedades y de verdades a
medias. Ya ni me importa saber si abordó
o no el turbio asunto de Whitewater con muerto
incluido y todo, y el “escape” de
información sensible a China. Por eso
creo que al libro de Clinton le sobra una letra,
la F. Su autobiografía, en vez de MY
LIFE (MI VIDA), debería titularse MY
LIE, es decir, MI MENTIRA. Y yo, la verdad,
ni muerto me compro un libro que tenga un error
de imprenta en la mismísima portada.
(¿Tendrá dentro una Fe de Erratas?).