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1ro. de enero del 2009: 50 AÑOS DE REVOLUCION CASTRISTA

 

por Pepe Forte/Editor de i-Friedegg.com
8 de enero del 2009 • A 50 años de la entrada de Fidel castro en La Habana.


El 1ro. de enero del 2009 se cumplieron 50 años de la Revolución Cubana lidereada por Fidel Castro y, el 8 del mismo mes, medio siglo de la entrada victoriosa de éste a La Habana, la capital de la República, lo que muchos consideran la fecha oficial de apertura de una experiencia que ha durado más de lo que hubo de hacerlo, y rebasó los pronósticos de perdurabilidad de su legión de detractores.

Medio siglo después, una nueva Cuba se silueta desde la tragedia, así como hace millones de años los primeros picos de la isla en ciernes comenzaron a emerger del mar. Medio siglo. Medio siglo es muy poco tiempo para muchas cosas, pero mucho para otras muchas. Y la revolución castrista cae en la segunda parte de la oración precedente. Es, simplemente, demasiado...

Cincuenta años de castrismo, de comunismo en la mayor de Las Antillas, significa una pesadilla generacional que deja un saldo penoso de desconcierto cuando vemos que ese tiempo ha servido para destruir un país y borrar una nación. Ambos, país y nación, los históricos y genuinos, han sido reemplazados por una nueva ecuación que ya casi —con toda la tristeza de que seamos capaz— vamos a tener que comenzar a reconocer como la Cuba auténtica, porque la originaria Castro la desapareció.

Medio siglo de revolución exhibe una bandeja oxidada sobre la que se asienta un país en ruinas, trastabillante, y que aún existe por puro milagro o quizás por maldición. Lo peor no es la erosión material de Cuba, sino la abolición de su sociedad civil y la destrucción epidémica de su ciudadano como entidad funcional. Medio siglo de revolución dibuja un nuevo cubano, peligrosamente desinformado, inútil, desgajado del mundo y desfigurado cívicamente. El ciudadano cubano como tal, es una ficción: no vota, no elige, no viaja, no escoge, no opina, no determina, y si quiere apenas expresarse en sentido contrario al oficial tiene que susurrar lo que siente en la privacidad del hogar, convertido en un recinto de clandestinidad familiar. Cincuenta años de castrismo terminaron por aniquilar las más auténticas tradiciones cubanas, y aquellas otras universales que cada pueblo abraza también como suyas. La lista de eliminación es enorme. Desde 1965 Castro suprimió las Navidades, y luego la Semana Santa, y más tarde fue deleting palautinamente todas y cada una de las costumbres criollas. Castro reinventó a su gusto y medida un nuevo calendario nacional de celebraciones, que las más jóvenes generaciones amoldadas en él creen que es el genuino. Ya por decreto, ya por "circunstancias", de la Cuba tradicional poco o nada queda. Por eso, Cuba no está allí, sino fuera de ella, donde quiera que un grupo de cubanos exilados llame a José Martí "El Apóstol" y no "El Autor Intelectual del Moncada", y celebre con sus hijos o sus nietos el Día de la República cada 20 de mayo, en vez de festejar el 26 de julio.

Porque lo que hace a un país país, no es sólo tener un nombre y estar en el mapa. Ése es apenas el protagonismo geográfico. Lo que hace a un país país, es su gente, cómo habla, qué celebra, cómo viste y vive, cómo piensa y reacciona, y hasta lo que come. Eso se resume en una palabra, nación, que es como la conciencia de un territorio.

La Cuba del 2009 es otra distinta a la de 1959 que era, virtudes y defectos compendiados, La República breve pero auténtica representada en su nombre de cuarto letras. Hoy, cosas cuya vulgaridad se acentúa al compararlas con otras más elevadas pero que no dejan de ser importantes, como los hábitos alimentarios, han sido adulterados. Castro, a través de las cuotas restringidas y de imposiciones al paladar tan demenciales como su propia personalidad, mutó hasta el modo típico de comer de la gente allí. A fuerza de escasez y también de estigmatizacion, los transformó. Los cubanos nunca más comieron el pescado de plataforma, sino el que la flota pesquera estatal cubana pescaba en costas tan remotas como las de África. Las frutas tropicales comunes de Cuba, tales como el mango, la papaya o el mamey, desde los años 60 desaparecieron de los estantes de los mercados y hasta del patio del vecino para ir a parar a una empresa llamada de "Frutas Selectas", cuyos camiones de vez en vez los cubanos veían cruzar la ciudad, pero nunca detenerse a abastecer el puesto de la esquina. Intentar comprar un cerdo para celebrar la Nochebuena podía —y puede— ser un pasaporte a la cárcel, y los apreciados frijoles negros, más que todo, son una ensoñación de la memoria histórica de las papilas gustativas que, cuando aparecen en el sórdido mundo del contrabando, hay que pagarlos a precio de cocaína. El café cubano se volvió bastardo al estar mezclado con guisantes y otros granos, el guarapo, los ostiones y los churros callejeros se extinguieron para integrar una melancólica lista de reminicencias folclóricas, y el azúcar optó por el clandestinaje de la bolsa negra con tal de circunvalar su severo racionamiento en un país que era reconocido como la azucarera del mundo. En contraste Castro, a lo largo de años, sirvió la mesa cubana con engendros de los que sólo los conejillos de India que son para él los cubanos padecieron, con nombres tan incomprensibles como Cerelac, picadillo texturizado y masa de subproducto de pollo...

La destrucción física de las ciudades, —más acentuadamente La Habana— es tan grande que parece que allí ha ocurrido una guerra. Mas el arrasamiento no sólo es físico, sino que alcanza lo intangible: la moral, el alma...

Ahora el cubano de Cuba es otro. Escéptico, no cree en la democracia cuando al abandonar el país y establecerse en otro se expone a ella. Considera a la estructuras cívicas un andamiaje hueco y corrupto. Cuando logra escapar y a establecerse fuera —tras soñar por años con esa oportunidad—, luego no puede conectarse con la competitiva sociedad capitalista en la que anhelaba vivir. Por eso muchos cubanos que salen supuestamente de modo definitivo de La Isla, terminan deseando volver atrás y acaso lo consiguen. Un fenómeno sorprendente para la Sociología y los estudiosos de la sicología de las masas. Y el adoctrinamiento, incluso en muchos de ellos que batallan por rechazarlo, prevalece en estado larvario hasta que despierta cuando intentan explicarse el mundo de afuera a través de los patrones que les inocularon.

El sentido de urgencia e indulgencia de los cubanos hijos netos de la Revolución, dentro y fuera de Cuba, aterra. Tras años de privaciones, cuando llegan a un país como Estados Unidos, quieren alcanzar todo aquello —y al momento— que a sus compatriotas establecidos allí con antelación les tomó años lograr. Es fácil comprender que la idea de que la vida es un viaje por etapas no puede estar tan clara en la mente de estos cubanos —sobre todo para aquellos con más de 30 años—, simplemente porque tienen la dolorosa conciencia de que para entonces han agotado fútilmente la dosis de tiempo para existir que les tocó, y por tanto tienen que recuperar lo desperdiciado. Los que permanecen en La Isla, mientras, piensan que después de todo lo sufrido, nada les está vedado moralmente, que todo se les debe permitir, perdonar y tolerar como un razonable acto retrospectivo de compensación o indulto. Es el lógico razonamiento después de una penitencia injusta y antigua. Y, ¡oh, Dios!, las jineteras...

Y todo esto es consecuencia del fracaso y la incapacidad absoluta del sistema de hacer funcionar a un país. Después de 50 años, el gobierno comunista de Cuba —qué importa si bajo Fidel o Raúl Castro— es incapaz de garantizar las más elementales necesidades materiales de los cubanos, al tiempo que continúan repitiendo un discurso decorado por las palabras "problemas", "faltas", "carencias", "dificultades", y todas aquellas que justifican la marcha a tumbos de una sociedad en todos sus aspectos. Peor aún: la revolución, saturninamente, devora sus propias "conquistas" y es incapaz de sostenerlas.

Así, al comenzar el 2009 —y ya desde el desplome del mundo comunista en 1989—, la supuestamente esencia misma de la revolución, predicada farisaicamente por sus líderes —la de la igualdad de clases—, más allá de la utopía, no sólo ha desaparecido, sino que ahora se manifiesta en una sociedad amargamente estratificada donde quien no tiene acceso a la moneda extranjera —por pura paradoja la del enemigo: el dólar—, puede descender a niveles angustiosamente paupérrimos de vida. Por si fuera poco, los más leales hijos de la Revolución, que no emigraron y que carecen de familiares en el exilio, son quienes más padecen estas penurias. Por otro lado, la presencia del capitalismo participante en la economía de La Isla —vedado a los ciudadanos corrientes de Cuba—, es palpable y tangible en una país cuya identidad oficial todavía le define como comunista. Bajo este contrasentido, e inmersa en un mefistofélico cóctel que combina sólo las sombras del comunismo y el capitalismo y excluye las luces, es muy difícil no obtener como resultado directo una sociedad tarada.

Las ruinosas ciudades cubanas podrían reconstruirse en una quimérica Cuba libre y democrática en apenas años; en el peor de los casos, se demuele pues y se construye más tarde desde cero. Pero, ¿cuánto demora restaurar la cordura colectiva y erigir de nuevo un alma arrasada?

El balance de cinco décadas no es otro que negro, terriblemente negativo: no hay derecho a que en ningún lugar del mundo —menos aún en el occidental y en un país que era una república y una sociedad moderna—se entronice en el poder un gobierno —ni siquiera vamos a llamarle ahora dictadura— por más de medio siglo, sin elecciones libres, y que clausura todas las posibilidades de escogencia de sus ciudadanos. Ése es el asunto del asunto, más allá de apabullantes hechos inobviables como los fusilamientos, de un voluminoso presidio político que prevalece, la restricción de todas las libertades, y del racionamiento gubernamental más largo de la historia del planeta. Aún si un poder cuasi vitalicio garantizara bondades y más bondades a un país dado, eso no lo justificaría como la única alternativa de gobierno por años y años a su ciudadanía. Por eso produce asombro —y tristeza— ver cómo países y gobiernos democráticamnte electos, ya en el tercer milenio, que no querrían para sí tal destino, justifican, admiten, toleran y apoyan el hecho de que durante 50 años los cubanos no hayan podido tener más que un solo partido, un solo periódico, un solo gobierno y un solo gobernante.

Hay quienes celebran dentro y fuera de la isla del desencanto este quincuagésimo aniversario de lo que ostenta el bello nombre de Revolución Cubana, pero que no es más que una aberración existencial y hasta jurídica que las mentes más honestas no habrían sido capaces de imaginar de no haber existido. Celebran, por ignorantes o sinvergüenzas —nunca las dos cosas a la vez— a costas del destino de un país entero y de millones de almas pasadas, presentes y futuras. Qué triste es ver que la ignorancia o la mala intención ganan la partida. La hermosa bandera tricolor cubana, desde hace 50 años y hoy más que nunca, es en blanco y negro, sometida a un cumpleaños que su estrella solitaria preferiría ignorar.